viernes, 29 de julio de 2011

Falleció un héroe


EN SILENCIO PARA LA HONRA Y EL HONOR
Falleció Carlos Robacio, contraalmirante: 74 días en Malvinas
 En la Argentina de la impunidad, la falta de valores y la extrema corrupción, falleció un héroe anónimo de una guerra de la cual él no tuvo culpa, sino que ofrendó sus servicios de un militar cuyo nombre guardará la historia en algún lugar que llegó a confesar: "Yo no soy ni bravo, ni valiente, ni nada por el estilo. Soy un hombre común. Tengo miedo cuando cruzo la calle. Pero en Malvinas no pude tener miedo".
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por JORGE HÉCTOR SANTOS

CIUDAD DE BUENOS AIRES (Especial para Urgente24). De la locura de la guerra de Malvinas no tienen culpa quienes participaron. Ellos son héroes no reconocidos por una sociedad que no los tiene en cuenta. Perdieron porque no podía ganar frente a un adversario por demás poderoso pero cumplieron con su deber.

Uno de ellos acaba de fallecer, su nombre Carlos Robacio, marino con el grado de contralmirante. Perteneció a nuestras instituciones militares que merecen el mayor respeto, por más que algunos integrantes como en todas las organizaciones hayan traspasado las fronteras de los derechos que deben ser respetados.

Robacio es el típico argentino que, en silencio, hizo, tal como hacen y seguirán haciendo la mayoría de sus ciudadanos, aquellas tareas devaluadas en una sociedad con los valores subvertidos, donde los ignotos trabajan, estudian  mientras los delincuentes sobresalen impunes y hasta reconocidos como los ‘piolas’ de una película equivocada.

El contraalmirante muerto relató sus días en Malvinas de la siguiente forma:      

“Tenía a mi mando 700 hombres del batallón, y alrededor de 200 efectivos del Ejército, con los que luchamos en el momento más crítico y más feroz del ataque británico; pese a ello, se registró un grado increíblemente ínfimo de bajas: 30 muertos y 105 heridos. Como contrapartida, les provocamos al enemigo el más alto número de muertos: aunque no lo reconocen oficialmente, en la zona donde peleó el BIM 5 los británicos perdieron 359 hombres. ¿De dónde saco esa cifra? Ellos mismos me la dijeron.

De los 74 días que pasamos en Malvinas, 44 recibimos fuego permanente sin poder responder. Sólo los 4 ó 5 últimos días fueron de real combate para nosotros. Recuerdo un momento del último día, el 14 de junio, a las 10 y media de la mañana. Era un momento muy crítico. Nos estábamos replegando sobre Sapper Hill, desde Tumbledown y Williams. Veo que el segundo comandante, Daniel Ponce, capitán de fragata, cae, agotado, rendido. El fue un segundo comandante perfecto, un ejemplo. Cuando cae, dos conscriptos van a auxiliarlo. No estaba herido. Estaba agotado, no podía más. Ponce ordena a los conscriptos que lo dejen. Ellos le dicen: "Si hay que morir, morimos los tres". Lo ayudaron, lo levantaron, lo llevaron y los tres salieron con vida. A esto yo le llamo cohesión.

Todos sabían lo que estaban haciendo. Me conmovió la entrega del subteniente Silva, del Ejército, que se incorporó a mi unidad cuando se replegó el Regimiento 4. Silva era un valiente. Vino y me dijo que lo destinara en el lugar donde se iba a luchar más duramente. Fue a Tumbledown. Murió con sus 4 soldados, peleando con la mayor bravura. Allí estaban los escoceses (muy buenos, como los paracaidistas ingleses) y los famosos gurkhas, que eran pura propaganda. Caían como moscas. También recuerdo a un conscripto que desobedeció mis órdenes. En un momento del combate en que los británicos eran rechazados, él corrió detrás de ellos, baleándolos sin parar. Yo le ordené que se detuviera. Pero él siguió. El fuego enemigo lo alcanzó y cayó muerto. Yo mismo lo enterré, estaba a 500 metros delante de las posiciones en que debía estar y rodeado de enemigos muertos. Actos de arrojo así hubo a montones, aunque no por desobedecer mis órdenes.

Yo no soy ni bravo, ni valiente, ni nada por el estilo. Soy un hombre común. Tengo miedo cuando cruzo la calle. Pero en Malvinas no pude tener miedo. No pude tenerlo porque creo que Dios no me dejó tenerlo, y la preocupación por mis hombres, su entrega, obviamente no me podían permitir el privilegio de tener miedo.

Sí sentí amargura. Ha sido la más grande amargura de mi vida, en dos momentos críticos: uno, cuando tuve que ordenar el inicio del repliegue hacia Sapper Hill; y el segundo, terrible, cuando entró mi batallón, desfilando, armas al hombro, entero, a Puerto Argentino. Eso significaba la rendición. Ahí aflojé. Más de uno me habrá visto llorar.

A las 3 de la madrugada del 14 de junio hicimos uno de los contraataques más intensos contra el enemigo, en Tumbledown, junto con la compañía de Ejército del mayor Jaimet. Ellos son los que chocaron con los famosos gurkhas.

Los nuestros eran más o menos 150 hombres. Ellos eran entre 800 y 1.000. Allí concentré fuego de la artillería del Ejército (de los grupos 3 y 4, que me apoyaron indiscriminadamente, con el coronel Balza y el coronel Quevedo). Según me contó luego el general inglés Wilson, de la Quinta Brigada -con quien conversé cuando estuve prisionero- allí sólo quedó un tercio en pie. Los barrimos. Aunque ahora lo nieguen, fue así.

Todo un regimiento de ellos chocaba contra 60 u 80 hombres míos, y los bajamos sin asco, y los paramos. Una de las preguntas que me hicieron fue por qué no había contraatacado, si les habíamos quebrado el ataque. Yo tenía a la compañía Mar lista para el contraataque. Pero la realidad es que, cuando podíamos hacerlo, ya no teníamos munición. Por otra parte, había llegado la orden de repliegue. Sobre nuestras posiciones caían mil proyectiles de obuses por hora, además del bombardeo naval, más los aviones y los helicópteros. Era tremendo. Así y todo, podíamos haber contraatacado, de haber tenido un poco de munición. Pero no hubiera cambiado el curso de la batalla. La suerte estaba echada.

Claro: los ingleses no sabían mi situación real. Esperaban el contraataque nuestro. Rezaban, me dijeron, para que no contraatacáramos. Pero. ¿Con qué?... Cuando les conté que nosotros éramos un batallón, no lo podían creer. También recuerdo que, en el momento de decidir el contraataque, llamé a los oficiales de mi Estado Mayor y les conté mi plan. Tomé la carta e hice un esbozo de las órdenes. Ellos se miraron entre sí. No decían nada. Cumplieron.

Pero después del 14 de junio, a mí me había quedado una duda: ¿por qué se miraron entre ellos?  Un día se los pregunté. Me dijeron que pensaban que yo estaba loco. Entonces, una vez que pasaron las cosas y terminó, yo seguí preguntando: ¿Y ustedes qué hubieran hecho, aún así? ‘Hubiéramos cumplido la orden. Punto’."Eso era el BIM 5. Eso es lo que vale. La confianza. Pero quisiera destacar que en Malvinas cada uno luchó con lo que pudo, y con lo que tuvo. Por cada uno de nosotros caían seis o siete de ellos. Ahora ya saben que no les tenemos miedo, que no somos indios y que sus soldados no van a venir de pic-nic."