A
los 91 años murió (5/06/12) el escritor Ray Bradbury después de legarnos
grandes revelaciones sobre la naturaleza humana al inicio de la era espacial y
de la incorporación de las tecnologías informáticas en nuestras vidas.
Desde
que Jorge Luis Borges tradujo y prologó Crónicas
marcianas (1950), la apreciación del género “ciencia-ficción” cambió para
siempre, pues si el genial escritor indagador de los clásicos y lector de
lenguas ignotas volvía su mirada sobre esa narrativa era porque se trataba de
un arte oculto en los márgenes y no sólo de un mero entretenimiento de
adolescentes acólitos de las historietas y el sapce-opera.
El
poeta ciego leyó en las crónicas de Bradbury no sólo la historia de la
imaginaria conquista de Marte sino una nueva poesía épica, no del pasado sino
de un futuro en el que los hombres repetirían los gestos que los definen como
humanos, con sus grandezas y sus miserias, su heroísmo y su esperanza.
Comprendió que el escritor de medio oeste norteamericano poetizaba los rumbos
de sus ancestros y que por ello un mundo imaginario no es inferior a otro en el
universo de la literatura.
Fahrenheit 451 (1953) planteó un mundo en
el que el Apocalipsis más terrible no provenía de las armas nucleares sino de
la pérdida de la lectura, pero como todo Apocalipsis tiene sus sobrevivientes,
aquellos elegidos eran los que –igual que su creador- atesoraban la literatura.
El
hombre que nos hizo pisar las rojas arenas de Marte antes que la NASA ha dejado
su teclado en silencia, quizá para viajar por los infinitos mundos del
universo.
Alguna vez perpetré el cuento para rendirle un tributo al escritor que me legó Marte y el heroísmo de la literatura:
Los adictos
Desde que el
Gobierno tomó sabias resoluciones creímos que estaríamos a salvo de esas desagradables
imágenes en la vía pública pero no fue todo tan efectivo como esperábamos.
Las leyes de
protección a la sociedad civilizada habían llevado a la prohibición de algunas
prácticas y al cierre de esos antros de perdición, sin embargo, y a pesar de
las serias medidas, siempre hay inadaptados que no terminan de integrarse y de
comprender que las resoluciones tomadas por el Gobierno son para el bien de la
mayoría.
Las
sanciones y las represiones nunca son una medida suficiente porque siempre encuentran la forma de ocultar sus
perversiones aunque se recomiende a los buenos ciudadanos que los denuncien.
Después no faltan los funcionarios permisivos que hacen la vista gorda y hasta
que comienzan a enmendar las leyes flexibilizándolas para reducir o evitar las
condenas.
A la larga
las leyes comienzan a volverse inútiles y entonces tuvieron que sancionar otras
y como medida práctica utilizaron esos antros que estaban cerrados y
abandonados para recluir a esos viciosos proveyéndoles lo que necesitaban, de
modo que no molestaran a los buenos ciudadanos con su imagen deplorable en la
vía pública.
No es
cuestión que los niños los vean y tomen malos ejemplos que los lleven a hábitos
que degeneran en verdaderas enfermedades sociales.
Todo parecía
que la solución había sido lograda hasta que descubrimos que estos adictos no
se conformaban con realizar su consumo en esos lugares cerrados haciendo uso de
lo que quedaba sino que su perversión los llevaba a producir nuevos materiales
y a inducir a nuevas generaciones a consumirlos. Por ello el Gobierno ha
pensado en expropiar sus hijos, entregarlos a familias decentes y a esterizarlos
para evitar que haya una nueva generación condenada desde antes de su
nacimiento.
Muchos
creíamos que todo el material peligroso había quedado confinado a esos antros
junto a sus consumidores y que la guardia policial en el perímetro era
suficiente para controlar su corrupción y hasta pensé que si lo ponía en duda
podía ser acusado -con toda justicia- de sedición, hasta que fui testigo de que
mi propio vecino tenía una doble vida con toda su familia. Detrás de las
paredes de lo que parecía una casa normal, esos degenerados ocultaban libros y
leían.
Por suerte
ahora están todos presos -como corresponde-, sus bienes expropiados y las
autoridades se van a encargar de hacerles confesar sus vínculos con otros focos
de contaminación para evitar que este mal se propague.
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