Un
largo camino de la oposición entre civilización y barbarie
Rafael
Gutiérrez
La literatura
argentina está marcada por la oposición civilización / barbarie, aunque
enunciada por Sarmiento en el título de su ya clásico e insoslayable libro Facundo, era la síntesis de una forma de
entender América desde que iluminismo se proyectó sobre las colonias europeas.
Dado que el
iluminismo es un pensamiento deudor del neoclasicismo, para su formulación se
retomaron esquemas elaborados durante el desarrollo de la cultura grecorromana
en Europa. El Imperio romano incorporó la cultura griega y con ella la idea de
que los que no compartían su cultura eran bárbaros. El término remite
específicamente al campo de la lengua, pues “bárbaro” quiere decir balbuceante,
pues los griegos reconocían a los ajenos a su cultura como defectuosos,
incapaces de expresarse en una verdadera lengua. Sucede que la expresión verbal
en la interacción interpersonal funciona como signo de pertenencia a
determinada comunidad y su diferencia puede ser factor de discriminación y
hasta de estigmatización.
La carga negativa
que adquirió el término “bárbaro” aconteció con la crisis del Imperio Romano
que expandió su cultura sobre las naciones conquistadas, por la que todos se
reconocían como miembros de un orden que se encontraba amenazado por los que
estaban más allá de sus fronteras. Sucede que quienes se encontraban más allá
de los límites del Imperio, conocían de su cultura y aspiraban a participar de
algunas de sus prácticas y costumbres. De modo que las naciones de allende las
fronteras tuvieron un fluido intercambio que progresivamente se fue
incrementando hasta que los exteriores
se fueron instalando en la sociedad imperial, en principio en tareas que los
“romanos” (en el sentido más amplio del término) preferían no realizar,
incluido el servicio militar.
El Imperio Romano,
en su última etapa, había convertido al cristianismo en su religión oficial, de
modo que la incorporó como marca distintiva de su cultura en oposición a las
prácticas religiosas de las naciones externas al Imperio.
Cuando el orden
imperial colapsó, las naciones denominadas bárbaras penetraron las ciudades
romanas en busca de los bienes de los que tenían noticias por quienes habían
entrado y salido de sus fronteras.
Estamos
acostumbrados a la versión esquemática en la que los bárbaros sólo buscan
saquear y arrasar las ciudades romanas, sin embargo, y sin negar las confrontaciones
violentas, los invasores buscaban participar de los bienes de esa cultura en
crisis. Hay naciones enteras que terminaron por asentarse en los fragmentos del
Imperio y entre sus prácticas culturales, las aspiraciones que tenían y los
restos de la cultura romana en crisis, se formaron otras, con nuevos rasgos,
cada una con su particularidad según su lugar y circunstancias de desarrollo.
Fue el principio de las diversas naciones europeas en la Edad Media.
Esa paradoja,
producida por la penetración de los bárbaros que apreciaban el mundo al que
buscan más conquistar que destruir, está textualizado de cierto modo en “Historia
del guerrero y la cautiva” El Aleph
(1949) de Jorge Luis Borges.
Cuando los
románticos argentinos retomaron la oposición civilización / barbarie ponderaron
la cultura europea a la que aspiraban como ideal de desarrollo, en oposición a
la cultura latinoamericana, marcada por rasgos rurales y feudales, representada
por los caudillos que ostentaban un poder personalista a diferencia del orden
republicano al que la Generación de Mayo anhelaba como ideal político.
Tal como lo
interpreta Elsa Drucaroff a partir del relevamiento de un corpus literario
producido por la generación post-dictadura, encuentra que el esquema de pares
opuestos “civilización / barbarie” para interpretar la Argentina, ha caducado
porque hacia el siglo XXI las nuevas generaciones reconocen la imposibilidad de
mantener un esquema de pares excluyentes.
Sucede que las
ciudades como representantes de una incipiente cultura europea –o sea la
civilización- estuvieron siempre penetradas de la otra cultura, aquella forjada
en el ámbito rural y uno de cuyos signos distintivos es el lenguaje.
Al principio de la
literatura argentina están ambos lenguajes, surgidos en el mismo espacio, pues
en el mismo momento en el que la
expresión se realiza por autores letrados según los cánones neoclásicos, es que
van a remedar la expresión rural: “Canta un guaso en estilo campestre los
triunfos del Excelentísimo Señor Don Pedro de Cevallos” (1777).
En Facundo
(1845), Sarmiento se esfuerza en mostrar lo excluyente y opositivo de la
cultura rural y la cultura urbana, la primera con aspiraciones de europeísmo y
la segunda como expresión de un americanismo bastardo y despreciable. Sin
embargo, la vitalidad del segundo sobre el primero gana la escritura y termina
por mostrar cómo ha constituido América una forma de entender la forma de
gobierno republicano (Myers, 1995).
Lucio V. Mansilla
en Una excursión a los indios ranqueles
(1870) realiza un trabajo de campo por el que busca una asimilación entre la
cultura occidental y cristiana, a la que él representa, con la cultura ranquel
a la que incursiona. Con un arduo trabajo antropológico apela a su conocimiento
del mundo europeo para equiparar las prácticas culturales de los ranqueles con
las europeas con la intención de que la asimilación entre las dos culturas en
pugna en el mismo territorio lleguen a un acuerdo.
José Hernández en El gaucho Martín Fierro (1872) parte de
la misma paradoja con la que se funda la literatura argentina, porque es un
escritor letrado que remeda las expresiones rurales para plantear un problema
sobre el que se asienta la definición de quienes serán considerados ciudadanos
en un país que aspira a ser considerado dentro del orden dirigido por los
países europeos centrales. En las lecturas que se realizaron durante las
siguientes dos décadas estigmatizaron el libro por su adscripción lingüística a
la palabra del “otro”, el bárbaro, el gaucho.
La asimilación
definitiva del gaucho a la construcción de una identidad argentina se
textualiza en Don Segundo Sombra
(1926), y a esa aceptación de la cultura contribuye el empleo de un lenguaje
que no se percibe como un “balbuceo” o deformación de la “lengua correcta” sino
como un exquisito artificio verbal. Por esa exitosa novela es que los
argentinos sienten que su identidad es la de gauchos, aunque nunca hayan
montado un caballo o trenzado un lazo.
Es en esas primeras
décadas del siglo XX en la que los nuevos balbuceantes de la lengua hacen su
aparición como una amenaza ante la cultura que trata de tomar una forma
distinta de Europa, pero también diferenciada del mundo rural feudalizado al
que se confrontó durante el siglo XIX.
Los inmigrantes
europeos trajeron lenguas y acentos diferentes que fueron percibidos por los
locales como bárbaros, pues eran portadores de otras costumbres. La política
educativa propiciada por las leyes de escolarización y servicio militar
obligatorio pronto asimilaron a la nueva generación, los hijos de los recién
llegados, que pronto se sintieron parte
integrante del nuevo país con aspiraciones de europeizarse.
Hacia la cuarta
década del siglo XX, Buenos Aires había asumido una identidad de ciudad
europeizante habitada por criollos –europeos nacidos fuera del continente-
herederos de una tradición gaucha, pero percibieron una nueva invasión de otros
bárbaros, esta vez provenientes de una América mestiza e indígena de la que
pretendían diferenciarse.
Hasta fines del
siglo XX, aún en el discurso de los políticos hay reclamos por una pureza
criolla que se ve amenazada por una cultura más latinoamericana. Es la amenaza
que sienten ante los migrantes internos que de las provincias fluyen hacia la
Capital en busca de La ciudad de los
sueños (1983). A pesar de todas las crisis que sobrevinieron Buenos Aires
sigue siendo un destino buscado como posibilidad de una vida mejor tanto para
los habitantes del interior como para quienes vienen de los países limítrofes y
se instalan en una creciente periferia de la ciudad en la que se mezclan
cultura, acentos, tonadas, dialectos y lengua diferentes.
De modo similar a
aquellos pueblos ubicados en las fronteras del Imperio Romano que aspiraban a
su bienestar, los nuevos migrantes invaden la gran ciudad más con ánimos de
participar de sus beneficios que de saquearla o destruirla.
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