viernes, 10 de abril de 2020

COMER, BEBER, PODER


En un lugar de la Argentina cuyo nombre sí quiero recordar…

            Al norte de la República Argentina hay, en un fértil valle, una ciudad regada de ríos y protegida por montañas, la que fundara un 16 de abril de 1582 el Licenciado Don Hernando de Lerma. Fue guiado hasta ahí por los nativos aliados que le indicaron que había un valle hermoso en el que el maíz crecía más alto que un hombre. Como era costumbre bautizó a la ciudad con su nombre y como referencia puso el valle de Sakta. Poco tiempo después el nombre de Lerma fue borrado por los pobladores y la ciudad comenzó a llamarse por la referencia topográfica hasta que la fuerza de la costumbre la mantuvo por el mal pronunciado vocablo cacán como “Salta”.
            El escaso poblado que rodeaba a la plaza, al Cabildo, a la Catedral y a algunas otras iglesias no obstaba para que recibiera el nombre de ciudad, aunque la mayor parte de la población se distribuía en las grandes mercedes de tierra que la rodeaban, en las que cultivaban el sustento diario: una gran variedad de papas, zapallos y calabazas, trigo y maíz, mientras que las algarrobas naturalmente regaban sus bayas de las que se alimentaban las cabras. Esos mismos frutos servían desde tiempos preincaicos para preparar la aloja que junto a la chicha de maíz y el vino -introducido por los europeos- se volvió infaltable en las fiestas sagradas y profanas.
            La ciudad –más de nombre que de dimensión- fue escenario de milagros y de enfrentamientos por la independencia de estas crueles provincias en la que hombres y mujeres de distintas etnias y procedencias marchaban de sur a norte, llevados por los avatares de las contiendas. Hasta que, entrado el siglo XX, este lejano punto en el mapa de un dilatado país comenzó a recibir a las familias que atravesaron el océano en busca de una nueva patria. La ciudad de aspecto colonial fue creciendo hacia la estación de trenes inaugurada en 1891 y hacia los ríos, con turcos, gallegos, rusos, tanos y otros gringos, cada uno delatado por sus rasgos y su acento por el uso de una lengua distinta a la materna, con sus hábitos y gustos por la bebida y la comida. Gracias a eso, pronto las mesas se enriquecieron con pastas, tartas, salsas, ensaladas, revueltos, paella, estofados y variados guisos, que desde entonces convivieron con los asados y pucheros, las empanadas, los tamales, las humitas, el locro, el guaschalocro, el api, el anchi, el tulpo, la carbonada y los picantes.

            Una ventana al pasado remoto
A principios del siglo XXI vemos a la ciudad como un conglomerado de gentes y espacios disponibles para ser descubiertos, aún en una que ya creemos conocer. Por ejemplo en el centro histórico de la ciudad de Salta, si uno da una vuelta en torno a la Plaza 9 de Julio puede encontrar la Basílica Mayor, la antigua casa de gobierno convertida en Centro Cultural América y varios comedores, cafés y confiterías frecuentados por visitantes y locales entre los que uno puede hallar músicos, poetas y artistas de distinta índole departiendo amablemente con un café o unas empanadas. Por ello es que hay una estatua dedicada al Cuchi Leguizamón, porque ese notable músico frecuentaba el lugar arduamente para reunirse con sus contertulios al mediodía.
También hay varios museos, uno de ellos, el más antiguo en una vieja construcción que data de tiempos coloniales, está el Museo Histórico del Norte,  cuyas salas nos llevan por un recorrido diacrónico que comienza con los testimonios de los primeros pobladores de la región. Esas piezas arqueológicas nos remiten al principio de los tiempos del hombre en estos valles, cerros y quebradas. A esa etapa se la llama prehistoria, porque no hay textos escritos que den cuenta de su vida cotidiana, sus creencias, sus logros y aspiraciones, sólo quedan restos de civilizaciones de otro tiempo: utensilios y modelados en cerámicas y piedras que acusan la huella de los cambios de hábitos de esos pobladores para dar origen a lo que ahora llamamos poblaciones sedentarias. Son piezas que nos refieren  los primeros momentos del neolítico hasta los últimos doscientos años de historia e invitan a la reflexión sobre el papel crucial que tuvo la comida para que la humanidad sea lo que hoy conocemos.
            El desarrollo de las grandes culturas se debió al descubrimiento de alimentos renovables y no perecederos. En ese período conocido como "revolución neolítica" -por el cambio técnico en el trabajo con la piedra- coincide con el sedentarismo por la domesticación de vegetales y animales que aseguraron la provisión regular de comida.
            Si el hombre fue nómade se debió a que debía trasladarse en dirección del alimento, ya sea vegetal o animal, que variaba según las épocas del año. Cuando la humanidad  descubrió que algunas especies podrían ser reguladas para que permanecieran y se reprodujeran en su mismo lugar, los grupos cambiaron los hábitos de la caza y recolección por los de pastoreo y cultivo.
            Como las variedades vegetales y animales son diferentes en el mundo, cada pueblo adoptó como base a aquel que se desarrollaba en su zona. El lejano Oriente adoptó el arroz, el medio Oriente y Europa domesticaron el trigo y América hizo lo propio con el maíz. Junto a estos alimentos base había otros que los complementaban permitiendo a los cuerpos crecer, reconstituirse, regular la temperatura y la salud.
            Especialmente ligadas a estas dos últimas necesidades se desarrollaron las llamadas bebidas estimulantes, derivadas de plantas cuyo valor nutritivo no era preponderante pero sí rico en otros beneficios. Europa desarrolló el vino, la cerveza se extendió por África y Europa, el chocolate fue la bebida de Centro América, la chicha y el mate de Sud América, el licor de arroz y el té se desarrollaron en lejano oriente y el anís y el café en medio oriente.
            Sin embargo las necesidades humanas no son sólo fisiológicas sino de diferentes índoles y por lo tanto son denominadas culturales. Entre ellas podemos considerar las de orden intelectual y espiritual. De allí la selección de los alimentos para distintas funciones: fiestas o celebraciones religiosas o profanas, medicinales, embriaguez por esparcimiento o ritual.
            Cubrir las necesidades de las comunidades a medida que crecían y diversificaban sus actividades ocasionó el desarrollo de los liderazgos personalizados. Esos líderes se encargaban de dirigir la producción, el acopio y la distribución de alimentos. A medida que se especializó esa capacidad, la contribución voluntaria a los depósitos comunitarios fue trocándose por un tributo a los soberanos.
            El aumento del poder de una clase estuvo ligado al conocimiento de los factores naturales que incidían en la producción de alimentos, su distribución y en su aplicación a distintas finalidades.
            La predicción del tiempo, el cambio de estaciones, la variantes en los caudales fluviales con la confección de calendarios, la construcción de silos de acopio, diques, canales y el establecimiento de medios para defenderlos (murallas, fosos, ejércitos) hicieron a sacerdotes y guerreros seres especiales sin los cuales la comunidad quedaba a merced de los enemigos: las otras comunidades o los caprichos de la naturaleza.
            El acopio de los excedentes y la capacidad para defenderlos aseguró el poder de unas comunidades sobre otras. Tomemos como ejemplo al pueblo judío que se entregó mansamente a los egipcios en un período de escasez o a los incas que montaron un imperio sobre la base de la administración de los recursos de producción y distribución.
            Si continuamos con una revisión de la historia antigua vemos  en el imperio romano un testimonio de esa relación entre alimento y control del poder en el famoso dicho latino: "al pueblo hay que darle pan y circo". Es muy ilustrativo al respecto de la importancia de entretener estómagos y cerebros para conservar el poder.
            Durante la conquista hispánica de América, buena parte del poder jesuita se centraba en la administración de la producción de alimentos que se intercambiaban entre las distintas misiones para asegurar una provisión permanente, junto al vino que era indispensable para el rito católico. Además, en la zona litoraleña y del Paraguay la producción de yerba mate permitía entretener los estómagos de los indígenas y contar con excedentes para comercializar en distintos puntos del dilatado imperio español. Práctica que quedó testimoniada en una variedad de utensilios domésticos destinados a preparar la infusión que, si bien puede beberse como un té, se consume mayoritariamente sorbiéndola con una bombilla de un pequeño recipiente que se comparte con los convidados del momento.
            Andando el tiempo, las que fueran colonias se emanciparon de su señor ultramarino y comenzaron a disputarse el vacío de poder en el que las intenciones declamadas públicamente diferían de las acciones ejecutadas en pos de asegurar el control sobre un espacio con muchos partícipes. De hecho, la simple confrontación de un mapa actual a los distintos del siglo XIX testimonian en qué breve lapso se ha transformado el territorio por cambios políticos que van desde la crisis del poder virreinal hacia 1810 hasta el primer centenario en el que la República Argentina celebró su inserción en el concierto internacional de las naciones modernas.
            Nuestra historia política registra hacia fines del siglo XIX una facción del partido conservador conocida como los "chupandinos"  porque, ante una endeble democracia, atraían a los votantes por el reparto de empanadas y vino, siguiendo de algún modo la tradición de romana entretener vientres y mentes. No en vano nuestra actual legislación electoral prohíbe la venta de bebidas alcohólicas durante los comicios.

            Una mirada al futuro
            Después de recorrer las calles de la ciudad que nos muestran los rastros del pasado en su presente, nos es propicio levantar la mirada hacia un horizonte ondulante, hecho de cerros que obligan a ver hacia el cielo con proyección hacia el futuro.
A las puertas del tercer milenio, cuando el mundo se propone globalizarse en una sola pancultura, vemos con preocupación que aún enfrenta el problema de la irregular distribución de los recursos alimenticios. Y no hablemos sólo de las comunidades enteras de países periféricos que padecen el flagelo del hambre y la sed sino dentro de países –como el nuestro- donde la producción de alimentos parece óptima pero muchos sectores sufren la desnutrición.
            En estos momentos Japón -un país de escaso territorio con una gran densidad poblacional, con una inmensa capacidad de desarrollo y que ha pasado por los flagelos del hambre- propone ante las Naciones Unidas la creación de un fondo mundial de alimentos para evitar las hambrunas que aún azotaron y azotan a la humanidad.
Tal vez ha llegado el momento en que el mundo avance hacia una conciencia solidaria del compartir.
            Después de todo, el avance de la civilización ha desplazado los mecanismos de consecución y control del poder a otras construcciones culturales que no pasan necesariamente por la producción y distribución de alimentos.

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