En un lugar de la Argentina cuyo nombre sí quiero recordar…
Al
norte de la República Argentina hay, en un fértil valle, una ciudad regada de
ríos y protegida por montañas, la que fundara un 16 de abril de 1582 el
Licenciado Don Hernando de Lerma. Fue guiado hasta ahí por los nativos aliados
que le indicaron que había un valle hermoso en el que el maíz crecía más alto
que un hombre. Como era costumbre bautizó a la ciudad con su nombre y como
referencia puso el valle de Sakta.
Poco tiempo después el nombre de Lerma fue borrado por los pobladores y la
ciudad comenzó a llamarse por la referencia topográfica hasta que la fuerza de
la costumbre la mantuvo por el mal pronunciado vocablo cacán como “Salta”.
El
escaso poblado que rodeaba a la plaza, al Cabildo, a la Catedral y a algunas
otras iglesias no obstaba para que recibiera el nombre de ciudad, aunque la
mayor parte de la población se distribuía en las grandes mercedes de tierra que
la rodeaban, en las que cultivaban el sustento diario: una gran variedad de
papas, zapallos y calabazas, trigo y maíz, mientras que las algarrobas
naturalmente regaban sus bayas de las que se alimentaban las cabras. Esos
mismos frutos servían desde tiempos preincaicos para preparar la aloja que
junto a la chicha de maíz y el vino -introducido por los europeos- se volvió
infaltable en las fiestas sagradas y profanas.
La
ciudad –más de nombre que de dimensión- fue escenario de milagros y de
enfrentamientos por la independencia de estas crueles provincias en la que
hombres y mujeres de distintas etnias y procedencias marchaban de sur a norte,
llevados por los avatares de las contiendas. Hasta que, entrado el siglo XX,
este lejano punto en el mapa de un dilatado país comenzó a recibir a las
familias que atravesaron el océano en busca de una nueva patria. La ciudad de
aspecto colonial fue creciendo hacia la estación de trenes inaugurada en 1891 y
hacia los ríos, con turcos, gallegos,
rusos, tanos y otros gringos,
cada uno delatado por sus rasgos y su acento por el uso de una lengua distinta
a la materna, con sus hábitos y gustos por la bebida y la comida. Gracias a
eso, pronto las mesas se enriquecieron con pastas, tartas, salsas, ensaladas,
revueltos, paella, estofados y variados guisos, que desde entonces convivieron
con los asados y pucheros, las empanadas, los tamales, las humitas, el locro,
el guaschalocro, el api, el anchi, el tulpo, la carbonada y los picantes.
Una ventana al pasado remoto
A principios del
siglo XXI vemos a la ciudad como un conglomerado de gentes y espacios
disponibles para ser descubiertos, aún en una que ya creemos conocer. Por
ejemplo en el centro histórico de la ciudad de Salta, si uno da una vuelta en
torno a la Plaza 9 de Julio puede encontrar la Basílica Mayor, la antigua casa
de gobierno convertida en Centro Cultural América y varios comedores, cafés y
confiterías frecuentados por visitantes y locales entre los que uno puede hallar
músicos, poetas y artistas de distinta índole departiendo amablemente con un
café o unas empanadas. Por ello es que hay una estatua dedicada al Cuchi
Leguizamón, porque ese notable músico frecuentaba el lugar arduamente para
reunirse con sus contertulios al mediodía.
También hay varios
museos, uno de ellos, el más antiguo en una vieja construcción que data de
tiempos coloniales, está el Museo Histórico del Norte, cuyas salas nos llevan por un recorrido
diacrónico que comienza con los testimonios de los primeros pobladores de la
región. Esas piezas arqueológicas nos remiten al principio de los tiempos del
hombre en estos valles, cerros y quebradas. A esa etapa se la llama prehistoria,
porque no hay textos escritos que den cuenta de su vida cotidiana, sus
creencias, sus logros y aspiraciones, sólo quedan restos de civilizaciones de
otro tiempo: utensilios y modelados en cerámicas y piedras que acusan la huella
de los cambios de hábitos de esos pobladores para dar origen a lo que ahora
llamamos poblaciones sedentarias. Son piezas que nos refieren los primeros momentos del neolítico hasta los
últimos doscientos años de historia e invitan a la reflexión sobre el papel crucial
que tuvo la comida para que la humanidad sea lo que hoy conocemos.
El
desarrollo de las grandes culturas se debió al descubrimiento de alimentos
renovables y no perecederos. En ese período conocido como "revolución
neolítica" -por el cambio técnico en el trabajo con la piedra- coincide
con el sedentarismo por la domesticación de vegetales y animales que aseguraron
la provisión regular de comida.
Si
el hombre fue nómade se debió a que debía trasladarse en dirección del
alimento, ya sea vegetal o animal, que variaba según las épocas del año. Cuando
la humanidad descubrió que algunas
especies podrían ser reguladas para que permanecieran y se reprodujeran en su
mismo lugar, los grupos cambiaron los hábitos de la caza y recolección por los
de pastoreo y cultivo.
Como
las variedades vegetales y animales son diferentes en el mundo, cada pueblo
adoptó como base a aquel que se desarrollaba en su zona. El lejano Oriente adoptó
el arroz, el medio Oriente y Europa domesticaron el trigo y América hizo lo
propio con el maíz. Junto a estos alimentos base había otros que los
complementaban permitiendo a los cuerpos crecer, reconstituirse, regular la
temperatura y la salud.
Especialmente
ligadas a estas dos últimas necesidades se desarrollaron las llamadas bebidas
estimulantes, derivadas de plantas cuyo valor nutritivo no era preponderante
pero sí rico en otros beneficios. Europa desarrolló el vino, la cerveza se
extendió por África y Europa, el chocolate fue la bebida de Centro América, la
chicha y el mate de Sud América, el licor de arroz y el té se desarrollaron en
lejano oriente y el anís y el café en medio oriente.
Sin
embargo las necesidades humanas no son sólo fisiológicas sino de diferentes
índoles y por lo tanto son denominadas culturales. Entre ellas podemos considerar
las de orden intelectual y espiritual. De allí la selección de los alimentos
para distintas funciones: fiestas o celebraciones religiosas o profanas,
medicinales, embriaguez por esparcimiento o ritual.
Cubrir
las necesidades de las comunidades a medida que crecían y diversificaban sus
actividades ocasionó el desarrollo de los liderazgos personalizados. Esos
líderes se encargaban de dirigir la producción, el acopio y la distribución de
alimentos. A medida que se especializó esa capacidad, la contribución
voluntaria a los depósitos comunitarios fue trocándose por un tributo a los
soberanos.
El
aumento del poder de una clase estuvo ligado al conocimiento de los factores
naturales que incidían en la producción de alimentos, su distribución y en su
aplicación a distintas finalidades.
La
predicción del tiempo, el cambio de estaciones, la variantes en los caudales
fluviales con la confección de calendarios, la construcción de silos de acopio,
diques, canales y el establecimiento de medios para defenderlos (murallas,
fosos, ejércitos) hicieron a sacerdotes y guerreros seres especiales sin los
cuales la comunidad quedaba a merced de los enemigos: las otras comunidades o
los caprichos de la naturaleza.
El
acopio de los excedentes y la capacidad para defenderlos aseguró el poder de
unas comunidades sobre otras. Tomemos como ejemplo al pueblo judío que se
entregó mansamente a los egipcios en un período de escasez o a los incas que
montaron un imperio sobre la base de la administración de los recursos de producción
y distribución.
Si
continuamos con una revisión de la historia antigua vemos en el imperio romano un testimonio de esa
relación entre alimento y control del poder en el famoso dicho latino: "al
pueblo hay que darle pan y circo". Es muy ilustrativo al respecto de la
importancia de entretener estómagos y cerebros para conservar el poder.
Durante
la conquista hispánica de América, buena parte del poder jesuita se centraba en
la administración de la producción de alimentos que se intercambiaban entre las
distintas misiones para asegurar una provisión permanente, junto al vino que
era indispensable para el rito católico. Además, en la zona litoraleña y del
Paraguay la producción de yerba mate permitía entretener los estómagos de los
indígenas y contar con excedentes para comercializar en distintos puntos del
dilatado imperio español. Práctica que quedó testimoniada en una variedad de
utensilios domésticos destinados a preparar la infusión que, si bien puede
beberse como un té, se consume mayoritariamente sorbiéndola con una bombilla de
un pequeño recipiente que se comparte con los convidados del momento.
Andando
el tiempo, las que fueran colonias se emanciparon de su señor ultramarino y
comenzaron a disputarse el vacío de poder en el que las intenciones declamadas
públicamente diferían de las acciones ejecutadas en pos de asegurar el control
sobre un espacio con muchos partícipes. De hecho, la simple confrontación de un
mapa actual a los distintos del siglo XIX testimonian en qué breve lapso se ha
transformado el territorio por cambios políticos que van desde la crisis del
poder virreinal hacia 1810 hasta el primer centenario en el que la República
Argentina celebró su inserción en el concierto internacional de las naciones
modernas.
Nuestra
historia política registra hacia fines del siglo XIX una facción del partido
conservador conocida como los "chupandinos" porque, ante una endeble democracia, atraían
a los votantes por el reparto de empanadas y vino, siguiendo de algún modo la
tradición de romana entretener vientres y mentes. No en vano nuestra actual legislación
electoral prohíbe la venta de bebidas alcohólicas durante los comicios.
Una mirada al futuro
Después
de recorrer las calles de la ciudad que nos muestran los rastros del pasado en
su presente, nos es propicio levantar la mirada hacia un horizonte ondulante,
hecho de cerros que obligan a ver hacia el cielo con proyección hacia el
futuro.
A las puertas del
tercer milenio, cuando el mundo se propone globalizarse en una sola pancultura,
vemos con preocupación que aún enfrenta el problema de la irregular
distribución de los recursos alimenticios. Y no hablemos sólo de las
comunidades enteras de países periféricos que padecen el flagelo del hambre y
la sed sino dentro de países –como el nuestro- donde la producción de alimentos
parece óptima pero muchos sectores sufren la desnutrición.
En
estos momentos Japón -un país de escaso territorio con una gran densidad
poblacional, con una inmensa capacidad de desarrollo y que ha pasado por los
flagelos del hambre- propone ante las Naciones Unidas la creación de un fondo
mundial de alimentos para evitar las hambrunas que aún azotaron y azotan a la humanidad.
Tal vez ha llegado
el momento en que el mundo avance hacia una conciencia solidaria del compartir.
Después
de todo, el avance de la civilización ha desplazado los mecanismos de consecución
y control del poder a otras construcciones culturales que no pasan
necesariamente por la producción y distribución de alimentos.
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